Si consideramos la vida como una carrera en la que el nacimiento es la salida y la muerte la meta, es evidente que se evoluciona mucho más deprisa en los primeros tramos del trayecto que en los últimos. Hay una parte de nuestra existencia, que se inicia en los primeros años y llega más o menos hasta la treintena, en la que tenemos tanto por delante y es tan poco nuestro pasado que solo contemplamos el futuro. Pero los hechos en esta etapa vital acaecen tan vertiginosamente que nos van quedando en el recuerdo fogonazos instantáneos que son desplazados inmediatamente por otros que vienen sucesivamente, como si fueran olas que arriban cadenciosa pero imparablemente a la orilla. Son tiempos de miradas voraces e insaciables, de llenarse de vivencias, de abrir los sentidos de par en par hasta que den todo de sí para que la circunstancia en la que vivimos impresione nuestra alma y se vayan depositando en nuestro yo las experiencias que van conformando nuestra vida.
Pero llega inexorablemente otro tiempo en el que empezamos a tener pasado y, aunque es verdad que vivimos el presente y esperamos con ansia el futuro, aquel cada vez nos pesa más. Nuestra mirada se serena, deja de ser prospectiva, de largo alcance y proyectada hacia el futuro, y se hace más introspectiva. No buscamos las respuestas tanto en lo que nos queda por aprender cuanto en lo que tenemos en la mochila de la vida, para afrontar así con lo que ya sabemos los nuevos retos que nos plantea el hecho de vivir.
Cuando se inicia el tramo final de la vida, que no se acabará un segundo antes de que corresponda, el camino recorrido hasta entonces se ha ido haciendo acompasadamente con nuestros seres queridos, con los lugares por los que hemos transitado y con las vivencias habidas con ambos. Los que llegan a este punto han vivido lo suficiente para saber que la mayoría de las cosas se consiguen antes no por correr más deprisa, sino por avanzar más sabiamente. Por eso, no se trata de acelerar el ritmo, sino de acomodarlo al movimiento conjuntado del cuerpo longevo con el alma experimentada.
Tiene razón el novelista inglés Samuel Butler cuando dice: «Memoria y olvido son como la vida y la muerte. Vivir es recordar y recordar es vivir. Morir es olvidar y olvidar es morir». Por eso, una vida ha sido tanto más intensa cuanto más llena está la memoria de recuerdos. Los olvidos no forman parte de nosotros, y si somos en buena medida lo que recordamos, lo que ya ha abandonado nuestra memoria ha dejado de ser parte de nuestra vida y, en consecuencia, no puede volver a pasar por nuestro corazón, que eso es, en definitiva, como decía Ortega y Gasset, recordar.
En los recuerdos están muy presentes los lugares en los que hemos pasado muchos momentos de nuestra vida. Si traemos a la memoria las más lejanas remembranzas, comprobaremos que en la mayoría de los casos hay una estancia, unas paredes, un inmueble, un paisaje en el que sucedió el acontecimiento que rescatamos del pasado. Pero el enlace entre el recuerdo y el lugar no tiene para todos la misma intensidad. En esto, los seres humanos reaccionamos de muy distinta manera.
Hay quienes toman el entorno físico como un simple punto de referencia material que completa el marco de la evocación. Para estos es tan intenso en sí mismo el suceso rememorado que los ingredientes de lugar y espacio son tan solo datos accesorios e irrelevantes, perfectamente sustituibles por otros. A tales personas, las cosas no les traen recuerdos, sino que son solamente partes accidentales de los mismos. Su relación con todo aquello que no sea el lado sentimental de la vivencia es de distanciamiento, por lo cual pueden regresar sin ningún problema a los lugares en los que se desarrolló el acontecimiento memorizado. Y que conste que esta manera de afrontar los recuerdos no revela, en modo alguno, frialdad. Más bien lo contrario: al centrarse en lo sustancial de lo vivido y dejar de lado lo puramente material, elevan la espiritualidad de sus sentimientos a la máxima intensidad.
Pero hay otras personas para las que las escenas impregnan tanto sus recuerdos que no pueden separar unas de otros. En estos sujetos, la evocación mezcla indisolublemente acontecimiento y lugar, de tal suerte que cada hecho se rememora enmarcado en su concreta localización. Se recuerda, por ejemplo, el primer beso a la persona amada, pero tanto la sensación espiritual producida como el día, hora y lugar en que sucedió. Por eso, las propias cosas son evocadoras de recuerdos y forman parte de ellos como el escenario en la obra teatral.
En este grupo de personas, la reacción ante las cosas portadoras de recuerdos no siempre es la misma. Las hay que, lejos de rehuir, buscan afanosamente el encuentro con los objetos que formaban parte de los sucesos que recuperan de la memoria. De tal suerte que la cosa misma, la estancia, el mueble, una foto, un cuadro, son los hilos para acceder al ovillo en el que descansan enredados los recuerdos. El sujeto que se entrega al sosegado placer de recordar ve en cada cosa un punto de anclaje que le permite bajar la cometa en la que flamea cada una de sus vivencias.
Los hay también que convierten los recuerdos, incluso los buenos, en añoranza. Rememoran porque hacer presente en la memoria lo acaecido es una parte del vivir. Pero rehúsan acercarse a los objetos evocadores de vivencias porque su simple visión desata la intensa melancolía de echar en falta. No es que no se entreguen a recordar, es que lo hacen cuando quieren y no cuando se ven forzados por un objeto-gancho que les obliga a ello y desata en su interior un incontrolable ataque de tristeza.
De todos los recuerdos que pueden acompañarnos hasta el final de la vida el más reconfortante, el que nos hace sentir más vivos, es sin duda el del amor, sobre todo cuando perdura más allá de circunstancias en las que se rompe la unión entre el cuerpo y el alma, como ocurre con ciertas enfermedades mentales y con la muerte. En el primer caso, aunque el enfermo ya no sea «mentalmente» lo que fue, no por eso se deja de quererlo. Y otro tanto sucede con el amor a nuestros muertos: los seguimos queriendo en el recuerdo. Ni los unos ni los otros han dejado de ser «nuestros seres queridos» a pesar de que ya no les quede nada de lo que han sido. La indescifrable esencia del amor se demuestra, pues, en lo difícil que es aprehender la realidad querida: el estado mentalmente saludable del ser amado o el hecho de seguir vivo no son un elemento decisivo del amor, porque puede seguir habiéndolo —y mucho— aunque lo que se quiera en tal caso sea más bien lo ya pasado. Si Butler decía que vivir es recordar, y recordar vivir, me permito añadir que amar es la mejor manera de vivir y recordar.